Verano tardío
“Éramos paralelos y recién habíamos pasado la etapa de copiar y pegar accesos directos de los cybers pensando que eso era robar algo”
Éramos dos pibes que les gustaba jugar en la compu. Nos juntábamos a instalar cosas en nuestras notebooks heredadas de hermanos mayores que ya nunca estaban en casa. Éramos paralelos y recién habíamos pasado la etapa de copiar y pegar accesos directos de los cybers pensando que eso era robar algo. La secundaria era un hueco en nuestras vidas, un espacio vacío, un lienzo que nadie quería pintar. A la tarde, volvíamos a ser nosotros. Nuestro búnker eran la mesa del comedor, de madera pesada, robusta, inamovible; las paredes sucias, la tele, Polifemo catódico, prendida al lado de la bacha y apuntando directo a nosotros.
Siempre era él el que venía a mi casa. Tomábamos chocolatada, dejábamos Floricienta de fondo, a quien despreciábamos en público, y no mucho más que eso. El verano tardío pegaba fuerte sin ventilador y sin parientes rondando. Todos trabajaban o tomaban vino en la calle (nuestros hermanos), así que estábamos solos, con la tele al palo y jugando en la compu.
A mitad de marzo: “Te tengo que contar algo”. Podíamos ganar plata en internet. Nunca había deseado la plata, pero él me contagió su euforia. Sí, claro, podíamos ganar plata en internet. Por fin. Se lo había contado un amigo, otro amigo.
CAPTCHAS. Cualquier pelotudo podía hacerlo, yo no entendía por qué nos pagarían por eso, pero lo seguí. Nunca nos enfrascamos tanto en algo. Había que resolver muchísimos, un par de cientos, antes de poder cobrar algunos centavos de dólar. Aprendí qué era un dólar. Cada uno, por su lado, empezó a rumiar qué haría con sus riquezas.
Miércoles. Él estaba en la punta de la mesa, yo en uno de los lados. A partir del primer CAPTCHA, dejábamos de hablarnos durante horas. Pies descalzos, pelo mojado por el sudor, en cuero y pantalones muy cortos. Las gotas caían por mi cuello, insistentes. Me decían que levante la cabeza, que me toque, que me levante a buscar una toalla. No podía, me faltaban 98 tests.
Se rompió la tele. La tele que marcaba la línea recta hacia nosotros. Hizo caput. La leve explosión inauguró un silencio total en la casa normal de mi barrio normal de mi ciudad normal. Fijé la mirada en él por un momento. Sudaba menos, sudaba mejor. Sus ojos se mantenían impunes. Él se acomodó sobre sus caderas como si algo lo molestara ahí abajo. Bajé la vista. El televisor se quedó ahí, silente. Yo volví a los CAPTCHAS. Él me miraba de reojo y volvía a sumergirse en la computadora.
Un toque. Algo en mi rodilla. Se afianzó. El pulgar de su pie cometió un abordaje sobre mi rótula con un movimiento circular perfecto, que presionaba cada vez más. Mi hueso no comprendía. Yo seguí con los pingüinos, con más fruición. Su dedo serpenteó hacia la cara de mi muslo exterior. Ahora son autos. Después, escaló la cumbre de mi muslo y arribó al lado oscuro. Erré mi primer test y el color rojo invadió mi pantalla. Cavar más hondo, hasta la X: su pie ingresó en mi hueco sin que yo atine a cerrarlo. Solo quería pensar en estas bicicletas. Me alcanzó. Él debía estar en una posición muy extraña como para estirarse tanto. Nuevos movimientos circulares. Me atacó un suspiro. Me creció un poco. Un poco más. Ahora mucho. Él se volvía suave, preciso, perfecto. Mis labios se cerraron como un candado. Otro test fallido y más sangre en mi pantalla. Miré un poco al costado derecho, a la pared. Buscaba formas. Buscaba a alguien y lo encontré. Levanté la vista hacia la izquierda, él tenía los ojos casi entrecerrados, analíticos. Chocamos miradas, abrió los párpados y retiró su pie como huyen las lechuzas.
24 horas. Mi viejo cambió el fusible que se cagó y la tele volvió a rugir. Él no vino. Yo puse un jueguito. La secundaria seguía siendo un espacio en blanco, un lienzo en el que no quería pintar nada.
Me encanta, nanananananan, mucho que analizar. La frase final, bella, elegante, me deja todo el vacío